Héctor miró al cielo, escudriñando los nubarrones grises que se posaban sobre la excavación del metro al norte de Bogotá. Algunos rayos de sol lograban filtrarse entre las nubes, pero la incertidumbre sobre la lluvia seguía presente. Los retrasos en el proyecto lo tenía al borde de la desesperación. La tierra parecía resistirse a ser removida, volviéndose más dura con cada centímetro que avanzaba.
No eran solo los problemas técnicos lo que lo inquietaba. Desde el inicio de la excavación, ocurrían sucesos inexplicables. Trabajadores accidentados sin causa aparente, máquinas atascándose en el lodo, motobombas quemándose mientras intentaban extraer agua estancada. Parecía como si la tierra misma se negara a ser removida, como si escondiera un secreto ancestral.
A pesar de todo, el proyecto continuaba. Nueva maquinaria y más personal habían logrado avanzar, y Héctor esperaba volver pronto con su familia, lejos de este mar de barro y agua, pero el destino tenía otros planes.
A escasos metros de completar la profundidad necesaria para vaciar el concreto, una excavadora se topó con lo que parecía ser una formación rocosa inmensa. El impacto rompió uno de los pistones de la excavadora y la obra tuvo que parar. Héctor y algunos obreros descendieron para investigar qué había ocurrido allí abajo.
Lo que encontraron no era una roca, sino un par de columnas antiguas. Entre ellas, una tierra húmeda que cedía fácilmente ante sus picos y palas. –¡Jefe!, este lado está cediendo —gritó uno de los trabajadores.Un agujero se abrió entre las columnas, lo suficientemente grande como para entrar. Héctor pidió lámparas adicionales, y con cuatro de sus hombres descendió.
La estancia era parcialmente oscura. Sus lámparas apenas iluminaban lo suficiente para revelar dos bultos en el centro. Al acercarse, descubrieron que eran dos cuerpos cubiertos de oro, rodeando una gran figura sobre un pedestal. –Jefe, vámonos de aquí —dijo el obrero apodado “el indio”, un hombre de mediana edad que presumía ascendencia chibcha. –¿Tienes miedo? Estos podrían ser sus abuelos —respondió Héctor burlonamente.
El indio lo miró con severidad. —Este es un templo de Chibchachum. Si no lo respetamos, nos ahogará con lluvias y ríos. Mi abuela me contaba historias, estos templos se hacían para mantener la estabilidad del universo y la creación. Es mejor que nos vayamos y antes de que los hagamos enojar con nuestra presencia.
Héctor ignoró el comentario y observó la estatuilla de oro, fascinado. No sabía que en ese momento, algo lo observaba. Un sonido extraño comenzó a sonar en las paredes del templo,algo despertaba después de siglos de sueño y espera.
El sonido creció, una vibración que hacía retumbar la roca, los huesos y la realidad misma. El indio comenzó a temblar, sus ojos desorbitados no podían dar crédito a lo que surgía tras la estatuilla. —¡Nos han elegido! —gritó de repente.
Héctor no comprendió que ocurría hasta que vio cómo los dos cuerpos dorados comenzaron a moverse. No eran cadáveres, eran recipientes, vasijas para algo más antiguo que el tiempo mismo.
Un resplandor dorado emergió de la estatuilla. Las paredes del templo subterráneo comenzaron a brillar con símbolos que ninguno de ellos conocía. El indio retrocedió, murmurando palabras en un idioma que ninguno logró comprender. —¡Tenemos que irnos jefe! —gritó, pero ya era tarde.
Los espíritus de Zipa y Nemequene habían encontrado sus nuevos cuerpos. Héctor sintió cómo algo lo atravesaba, una fuerza antigua que removía sus recuerdos. Su ser se desplazó hacia un rincón muy pequeño de su mente, al tiempo que otra voluntad tomaba control de su cuerpo. Mientras que arriba en la superficie, comenzaba a llover.
No era una lluvia normal. Cada gota parecía cargar el peso de siglos, de historias y tradiciones olvidadas, de rituales interrumpidos. Las calles se convirtieron en ríos y el viento llevaba un silbido que helaba el alma. Después de un tiempo los trabajadores que lograron salir hablaban de voces antiguas, de cantos que venían desde las profundidades. Pero nadie les creyó una sola palabra, todos decían que habían sido expuestos algún tóxico allí abajo.
Héctor, o lo que alguna vez fue Héctor, emergió del túnel convertido en otro. Sus ojos ahora tenían un brillo metálico, como el oro mismo. Traía consigo un poporo, un objeto que ninguno de los presentes había visto antes y del cual se aferraba con todas sus fuerzas.
—El ritual está incompleto, Bagüe demanda justicia —dijo con una voz que no era suya. Bogota tembló, y bajo el cemento, entre las tuberías y los cimientos de una ciudad impura que olvidó sus raíces, una antigua ciudad muisca despertaba después de siglos de sueño, para remediar los actos de aquellos que habían profanado la creación de Bagüe